Guillermo del Toro es, sin duda, uno de los directores más queridos del panorama cinematográfico actual. Su cine siempre ha estado impregnado de una sensibilidad única hacia los monstruos, la fantasía y lo trágico. Sin embargo, a veces tendemos a sobrevalorar su obra (únicamente en algunas ocasiones), y eso le ha jugado malas pasadas: The Shape of Water ganó el Óscar, sí, pero muchos hoy cuestionan si realmente fue su mejor película.
Frankenstein, su nuevo proyecto, mantiene la impecable factura visual, la atmósfera gótica, y la delicadeza artesanal que caracterizan al cine de Del Toro. Sin embargo, su guion, basado libremente en la novela de Mary Shelley, tropieza en varios momentos: las licencias creativas que introduce son, curiosamente, los puntos más débiles de la historia. Aún así, si te gusta el director y te gusta la historia de Frankestein, estamos ante una de las mejores adaptaciones del personaje.
Del Toro reinterpreta el clásico desde una mirada más íntima y emocional. La película sigue la relación entre el doctor Frankenstein y su criatura —un ser que busca desesperadamente comprender su lugar en el mundo y, sobre todo, encontrar descanso.
A medida que avanza la trama, la criatura desarrolla una consciencia dolorosa de su existencia y suplica a su creador que lo libere de su tormento. Sin embargo, esta imposibilidad de morir —planteada casi como una maldición— se convierte en uno de los grandes ejes del relato, aunque también en uno de los puntos menos convincentes: resulta difícil aceptar que un ser tan poderoso no encuentre forma de acabar con su vida.
Entre tanto, Del Toro introduce no un triángulo sino más bien un cuadrado amoroso entre el doctor, su hermano, Elizabeth y el propio monstruo. Este cambio respecto al texto original añade dramatismo, pero también cierta confusión emocional y narrativa, no es algo esencialmente importante a lo largo de la trama, pero el desarrollo de Elizabeth no termina de casar bien ni de creerse como debiera ser y eso puede llegar a sacarte de la cinta.
Ya hemos visto como Del Toro hacía cosas parecidas como en The Shape of Water y ya es un distintivo en su filmografía, pero aquí no hacía falta.
El tercer acto llega con un desenlace apresurado, poético pero extraño, que deja más preguntas que respuestas.
Visualmente, Frankenstein es un deleite. La dirección artística, el diseño de producción y la fotografía —oscuras, elegantes y casi pictóricas— confirman el dominio estético de Del Toro.
Las actuaciones son otro de los pilares: Jacob Elordi, que interpreta al monstruo, ofrece una interpretación desgarradora, humana y perturbadora, mientras que Oscar Isaac brilla con una mezcla perfecta de arrogancia, culpa y obsesión. Juntos elevan el material por encima de las debilidades del guion.
La empatía que genera el monstruo es, quizá, el mayor triunfo de la película. Del Toro consigue que entendamos su dolor y su deseo de dejar de sufrir, conectando con la esencia trágica que Shelley imaginó hace más de dos siglos.
Más allá de su belleza visual, Frankenstein sufre por su ritmo. Sus diálogos, largos y reiterativos, rompen la tensión en varios momentos.
El subtexto existencial del monstruo, aunque potente, se repite hasta el exceso.
Historias secundarias como la de Harlander, interpretado por Christoph Waltz, pasan desapercibidas, casi más justificadas para tapar algunos agujeros de guion que otra cosa y se acaban diluyendo sin un desenlace claro.
Del Toro busca poesía, pero a veces encuentra confusión. El resultado es una película hermosa, pero irregular, que emociona tanto como desconcierta.
Un ejemplo claro es cuando nos damos cuenta que el principal objetivo de Frankenstein es tener una novia para no estar solo y esta idea se diluye en menos de 15 minutos después de presentarla.